El Sol nacía al horizonte y el cielo incandescente acariciaba la ciudad a punto de despertar.
Y ahí la vi por primera verz. La soledad que la envolvía era inmensa, sin embargo, no parecía afectarle. Con cada suspiro suyo tenía la sensación que todo a su alrededor se cargaba de vida, de una simple y delicada felicidad; el aire se transformaba en brisa, el mar se agitaba contra los acantilados reteniendo su fuerza, impaciente por estallar y el Sol parecía brillar con más intensidad. A penas movía la cabeza de un lado a otro, con lentitud, como buscando algo y al mismo tiempo no buscando nada.
El primer día que la vi yo me encontraba allí de casualidad, buscando un sitio donde desahogar mis penas. Pero fue verla y quedarme prendado de aquella imagen. Mi cuerpo vibraba por acercarse aquella calma acogedora y llena de calidez, pero algo me atemorizaba; era tan grande y palpable la paz a su alrededor, al mismo tiempo que tan imposible... Aquel día volví a casa con una visión grabada en mis pupilas y, no pude conciliar el sueño hasta que decidí que volvería a la mañana siguiente a probar suerte y si estaba, saludarla.
Y dos semanas después aquí sigo, viniendo cada día, sin sacar valor para acercarme a decirle nada.
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